jueves, 25 de abril de 2013

BRAÑA DE LA ESPINA. UNA BRAÑA VAQUEIRA EN EL VALLE DEL RÍO NAVIEGO.


Vista de la Braña de la Espina desde La Linde
   Los vaqueiros de alzada fueron un grupo de asturianos que se diferenció del resto (de los "xaldos" y "marnuetos") por una forma de vida que mantuvieron hasta hace unas pocas décadas. Cuando se acercaba el verano estos hombres y mujeres que vivían, fundamentalmente, de la ganadería alzaban sus escasas pertenencias y desde las tierras más próximas a la costa, en los concejos de Valdés o Cudillero, se internaban en el interior de Asturias y se instalaban durante unos meses en las brañas de las sierras de los concejos de Tineo, Cangas del Narcea, Pola de Allande o Belmonte de Miranda.

Dos de las cabañas de la Braña en un prado
   Mucho se ha escrito acerca de este grupo social, mezclándose la realidad con mitos, leyendas, prejuicios y el más absoluto desconocimiento hacia unos seres que, salvo en esa peculiar forma de trashumancia, en nada se diferenciaban del resto de paisanos. Entre la abundante bibliografía destacaría a nuestro ilustre Jovellanos, a Bernaldo Acevedo y Huelves (Abogado del Estado nacido en Boal que, a finales del siglo XIX, escribió "Los Vaqueiros de Alzada", un primer intento serio de acercarse a un tema todavía muy controvertido), y, ya más recientemente, a Ramón Baragaño y Juan Uria Riu.

 

    Cada verano de mi, cada vez más lejana, infancia me fijaba en un grupo de prados con varias brañas con el techo de pizarra, que desde un balcón privilegiado se asoman al Valle del Naviego, y que se pueden contemplar perfectamente desde las aldeas canguesas de La Linde o Villacibrán, al otro lado del valle. Se trata de la Braña de La Espina, una antigua braña vaqueira a la que cada verano acudían vaqueiros del concejo de Valdés, hasta que, hace sólo unos pocos años, las tierras fueron vendidas a algún vecino de estos solitarios parajes del suroccidente asturiano.
Tejado de pizarra de una de las cabañas y, al fondo, el Pico Sieiro y La Linde.
   El lugar puede ser visitado en una corta y agradable ruta que pudimos hacer hace ya tres años y a la que dimos comienzo en el puente de la carretera que sube hacia la aldea de Tablado de Villacibrán, puente que sirve para cruzar el río Luiña, o Naviego, en una zona de prados con algún molino harinero.

 




   Nada más cruzar el puente, tomamos una pista que sale a mano derecha con una acusada pendiente. Poco a poco vamos ganando altura y saldremos de la zona más arbolada, vislumbrando en la ladera opuesta, al otro lado del río, el pueblo de Socarral, el Palacio de San Pedro de Arbás y una ermita de un deslumbrante color blanco, cabeza de la parroquia del mismo nombre.



Vista del Palacio de San Pedro de Arbás

   La mejor época para visitar la zona es, sin duda, en primavera, cuando prados y árboles lucen un brillante color verde, que contrasta con la variedad cromática de un sinfín de flores, destacando entre éstas las aguileñas, así llamadas por su forma, que recuerda a la garra de un águila.

Aguileña

   Seguiremos subiendo y ganando altura por la misma pista, que zigzaguea por la loma de la ladera, ofreciendo impresionantes vistas del Valle del Río Naviego.

 

   La dureza de la subida se ve compensada, con creces, con la llegada a la Braña, compuesta por cuatro o cinco prados cerrados con un muro de piedra y varias cabañas, algunas de las cuales va acusando el paso de los años y el abandono.





   En el concejo de Cangas del Narcea hubo otras brañas de los vaqueiros de alzada: Soldepuesto (en la misma ladera, unos cuantos metros más arriba), La Feltrosa, Braniego, Xunqueiras, Los Llanos, Teixedal, pero pocas tan llamativas y bien conservadas como ésta.




  Las brañas de los vaqueiros adolecen del mismo problema que las de los "xaldos" (La Linde, El Otero, Caldevilla de Arbás, Lindota, ...): la falta de uso, y el olvido, por los cambios en la forma de vida de los ganaderos, hacen que poco a poco se vayan cayendo sus tejados y paredes. Mucho me temo que, en pocos años, las brañas del Suroccidente de Asturias pasarán a ser, como los propios vaqueiros de alzada, algo que sólo podremos ver en viejos libros y fotografías.


   Estas brañas, como nuestros molinos, hórreos, paneras, cortines, etc., constituyen un testimonio etnológico de primer orden que todos los asturianos tenemos el deber moral de preservar, aunque sólo sea para recordar la forma de vida, no tan lejana, de aquellos que nos precedieron en este valle de lágrimas.

domingo, 17 de marzo de 2013

OTRA DE MOLINOS (RÍO REXILÓN)



  

   Nuestros abuelos vivieron una época de cambios y transformaciones sin parangón en la historia de la humanidad. En el suspiro que es la vida de un hombre, fueron testigos de la sustitución de los carros del país, y del tradicional arado romano, por grandes y modernos tractores; los caminos se convirtieron en carreteras y en autopistas por donde circulan coches, autobuses y camiones; y los cielos donde antes abundaban aguiluchos y curuxas son surcados por aviones y helicópteros. Hasta oyeron decir que los americanos, esos que inventaron la Coca Cola, habían llegado a la luna.

Carro del país en un antiguo parreiro
    Estos cambios, que siguen produciéndose cada vez más aceleradamente, han propiciado esta sociedad actual, que llamamos "globalizada", en la que, a menudo, nos enteramos antes de lo que acontece en la otra punta del mundo que de lo que está ocurriendo, a diario, delante de nuestras narices. En una sociedad dominada por las nuevas tecnologías se resienten las relaciones personales (es triste tomar algo con cuatro amigos, y que los cuatro se dediquen a trastear con el móvil en vez de charlar y hacer lo que siempre se ha hecho, poner a parir a todo hijo de vecino), y cada día que pasa perdemos algo de nuestras tradiciones, de la forma de vida de quienes nos precedieron y, también, de nuestra propia identidad. Una vez, alguien dijo que "Cada anciano que muere es un libro abierto que se cierra", y tengo la impresión de que esto se hace, cada día que pasa, más patente.

   
   Hace unos cuarenta y cinco años empezaron a llegar a los hogares del Suroccidente asturiano los primeros molinos eléctricos, que facilitaron sensiblemente algunas de las tareas de aquellas gentes, que pudieron moler en casa el grano para sus animales domésticos y para hacer el pan. Paulatinamente, se fueron abandonando los molinos harineros que abarrotaban las riberas de nuestros ríos y, especialmente, riachuelos. Mi suegro siempre dice que, cuando llegó el primer molino a casa, se dijeron que usarían éste sólo en invierno y que, en verano, volverían a moler al "regueiro". El problema es que el verano todavía no ha llegado, y los viejos molinos se fueron llenando de maleza, y con la maleza fueron cayendo en el olvido las veceras, las idas y venidas al molino, las canciones o "muñeiras", los romances surgidos al lado de las muelas, dándole a la "parpayuela", y toda una forma de vida, de la que ya únicamente nos quedan vestigios en el rico, y menguante, patrimonio etnográfico y en la memoria de esos "libros abiertos" que poco a poco se van cerrando (es ley de vida). Después, nos preguntaremos por qué no hemos escuchado más, y mejor, a ese hombre que nos ha contado, tantas y tantas veces, cómo se mareó la primera vez que se subió a un barco (para hacer el servicio militar en África) o cómo, en una ocasión, pudo cazar una liebre con el sobaco.



   Un ejemplo paradigmático lo podemos encontrar en el pequeño río Rexilón (o Rixilón), que nace en una campa junto al Santuario de Nuestra Señora de Bordondio, muy cerca del pueblo cangués de Trones, en la Sierra de Santa Isabel, para entregar sus bravas aguas al río Arganza, en las inmediaciones de la aldea de Argancinas, concejo de Pola de Allande. En sus escasos cinco kilómetros, salva una gran pendiente, dejando a su margen derecha los pueblos de Olgo, Araniego y Parajas y los de Trones y Faedo a la izquierda.

   Las características del río, con saltos naturales y un notable caudal a lo largo de todo el año, lo hiceron ideal para la instalación de gran cantidad de molinos harineros, pero también hay restos de antiguas y primitivas funciones, y un poblado castreño, aguas abajo de Trones.



  Este pasado verano recorrimos la zona y pudimos ver cuatro molinos en escasos cincuenta metros; comidos por helechos, jóvenes avellanos, alisos ("humeiros") y zarzas, dos de ellos carecen ya de tejado y mucho me temo que, en pocos años, de ellos únicamente quedarán cuatro piedras amontonadas.


   Los más ancianos del lugar, entre ellos mi suegro, me comentan que el primero de los molinos era "El Molinón", por ser el más grande de los cuatro, y que su propiedad era compartida entre varios vecinos de Argancinas, que otro era de los de Parajas y que otro era de los vecinos de Araniego. Que los turnos de molienda se organizaban mediante un sistema de veceras, de las que aún conservan documentos...




  En una época como la que estamos viviendo, resulta difícil pedir más a las Administraciones, pero sí debemos exigir a nuestros políticos (que, en teoría, han elegido esa profesión por vocación) un esfuerzo extra por conservar lo que, en el fondo, constituye nuestra propia identidad. Con un mínimo de interés e imaginación y por muy poco dinero (seguramente por menos de lo cuesta levantar esa acera que, en cada legislatura, se cambia dos o tres veces), con la ayuda de los vecinos (a través de una institución tan tradicional como la "Sextaferia", por ejemplo), se podrían recuperar éstas, y otras muchas, edificaciones, conservarlas para nuestros hijos y nietos como ejemplo de un modo de vida que ya se ha extinguido, y se podría dotar a la zona de un nuevo atractivo turístico que añadir a los ya existentes.


    Me despido recordando a un clásico, una de esas personas que dedicó su vida a conservar lo que leía en los "libros abiertos" de su época, fines del XIX y principios del siglo XX.

- "Pueblo que no sabe su historia es pueblo condenado a irrevocable muerte". Marcelino Menéndez Pelayo.

jueves, 20 de diciembre de 2012

UN DESCONOCIDO MONUMENTO CANGUÉS

  

    Desde la antigüedad el ser humano eleva monumentos para recordar a una persona importante, una fecha relevante o un hecho singular. Los hay de todo tipo: así tenemos las Siete Maravillas (que son catorce, las del mundo antiguo y las del moderno); en un rincón escondido de la Sierra de Guadarrama se levanta un monumento a una espectacular mariposa nocturna descubierta por Graells en el siglo XIX; en una carretera que comunica Madrid con Barcelona se erige otro al  Meridiano de Greenwich (que inspiró el título de la última novela de Lorenzo Silva) ...

 

   Antes de la actual crisis económica, que amenaza con cargarse de un plumazo el estado de bienestar y unos derechos que tardaron siglos en ser conquistados por lo que durante muchos años se llamó la clase obrera, nuestros brillantísimos políticos se lanzaron a una desenfrenada carrera de despilfarro que, entre otras cosas, llenó las rotondas de las carreteras de pastiches de, en la mayoría de los casos, dudoso gusto y elevadísimo precio. Casi todas las capitales de provincia tenían que tener una estatua de Botero, un Centro de Congresos, un Palacio de Deportes y aeropuerto. Así, un famoso preboste de la Costa Levantina decidió hacer un aeropuerto del que apenas despegan aviones y, de paso, encargó, para celebrar tan insigne obra, una colosal estatua de sí mismo, estatua que salió por unos insignificantes 300.000 euros.


   Pues bien, en el pequeño y casi despoblado pueblo cangués de La Artosa, con una vista privilegiada hacia el salvaje valle del Río Cabreiro y frente a los imponentes Peneos de María, se levanta un entramado de madera con un mástil del que cuelga una ajada bandera asturiana. Remata el conjunto una placa grabada con el nombre de una mujer, Adelina Martínez. 

  
   Este desconocido y modesto monumento no es ni más ni menos que un sentido y emotivo homenaje a una mujer que fue "la más grande" y que "brilló más que el Sol". Ejemplos como éste, que se debe al amor de sus familiares más cercanos por una madre ejemplar (que dio a luz y sacó adelante a dieciséis hijos), demuestran que todavía queda algo de bondad en algunos seres humanos. Invito a quien lea estas líneas a visitar La Artosa y a reflexionar al pie del más sencillo y desconocido monumento cangués.


  

domingo, 9 de diciembre de 2012

LA SERONDA




Camino de Sonande a Vallao (Cangas del Narcea)


   La Seronda, sin duda la estación más fotogénica, toca a su fin, dejando en nuestras retinas imágenes imborrables, que no se repetirán hasta la próxima otoñada.

Subida al Puerto del Connio
    Los magníficos bosques del suroccidente asturiano experimentan una rápida y paulatina transformación cromática en la que las verdes hojas de los árboles caducifolios van cambiando de color hasta que finalmente se caen, enriqueciendo el humus del suelo y favoreciendo el crecimiento del mismo, o de otros árboles.

Vista de Muniellos
     La disminución de las horas de sol y la bajada de las temperaturas obligan a los árboles a desprenderse de sus hojas, al no ser capaces de producir, mediante la fotosíntesis, la suficiente clorofila para perpetuar el verdor de sus copas. Se desprenden, por tanto, de sus hojas y ahorran energía en un largo letargo, del que no despertarán hasta poco antes de la primavera.

Bosque mixto de castaños y pinos desde El Puelo
    Abedules, fresnos, avellanos, nogales o arces (nuestros "pládanos") se tiñen de una llamativa tonalidad amarilla; castaños y robles adoptan un color más oscuro, que oscila del rojizo al marrón; los serbales de los cazadores ("capudres") y, sobre todo, los cerezos adquieren un espectacular color rojo, que, vistos en medio de un bosque, los asemeja a grandes llamaradas de color.
Pládano en un prado, cerca de la Vegal del Tallo

     Pero son las hayas, las reinas de nuestra Seronda. Pasear por la parte alta del Valle del Narcea (desde Gedrez a Monasterio de Hermo) durante los meses de octubre y noviembre es un verdadero espectáculo en el que asumen el papel protagonista las grandes e imponentes "fayas". En escasos metros del inmenso Hayedo de Monasterio de Hermo podemos encontrar variaciones cromáticas que van del verde al rojo más intenso, pasando por mágicos y sorprendentes dorados.

Brañas del Narcea. Hayedo de Monasterio de Hermo.
Hayedo de Monasterio de Hermo entre la niebla
   Nadie mejor que Patrick Mathew, naturalista escocés precursor de Darwin que vivió a caballo entre los siglos XVIII y XIX, para definir, en un libro sobre arboricultura y construcción naval, estos magníficos árboles: "Combina magnificencia con belleza, siendo el Hércules y el Adonis de nuestros bosques".
 
Detalle de la copa de un haya
    Bien, pues de éstas hay millones de ejemplares en el Hayedo de Monasterio de Hermo, constituyendo una experiencia única adentrarse en su interior, en cualquier época del año.

 


 

   Pero hay otros muchos lugares del municipio cangués que permiten contemplar bellas escenas otoñales, como pueden ser el valle del Cibea y el magnífico valle del Río Cabreiro, el mismo que hace poco más de un año pudo salvarse milagrosamente de un pavoroso incendio que asoló hectáreas de bosque y monte de dos de las más recónditas y bellas aldeas de las muchas que conforman la privilegiada geografía canguesa, La Artosa y Vega del Tallo.

Palacio de Miramontes, Cibea.



Prados de Cibea y Llamera, subiendo a Vallao



Hayedo en el Valle del Río Cabreiro
Vista de la cabecera del Río Cabreiro